ELLAS

Conozco a estas mujeres de toda la vida; desde que yo era chica y ellas grandes. Ahora yo ya soy grande y ellas se van volviendo chicas.

De todas me se alguna vivencia o historia; las que ellas mismas me han contado o las que he llegado a conocer sin su relato de por medio. El pasar del tiempo y vivir en un lugar tan pequeño, da lugar a saber, aún sin quererlo.

Josefa (91). Me contó una historia cautivadora. Amamantó a su hijo pequeño hasta bien entrado en años ─tres o cuatro─. Cuando llegaba el verano y la recogida de la hierba, había prados tan alejados del pueblo que se iban desde la mañana hasta la noche para no perder tiempo subiendo y bajando. Entonces, la tía Vicenta ─su suegra─, le subía al niño en burro cada mediodía hasta el puente de las Duernas. Hasta allí bajaba Josefa a su encuentro y le daba la teta al crío a la sombra o el resguardo de una peña. Después, ambas volvían a desandar el camino. Josefa tiene otras dos hijas y nietos y bisnietos que viven fuera. Es aquel niño, Pedro, quién hoy cuida de ella como si fuera ─que lo es─, su tesoro más preciado.

Marcelina (87). Se quedó viuda muy joven con tres niñas a cuestas. Recuerdo que aquella mujerona con mucho temperamento me despertaba una mezcla de temor y curiosidad. Cuando la veía segar con la guadaña en los andurriales yo me preguntaba por qué, si segaba como un hombre y soltaba algún que otro “redios”, no llevaba pantalones. Siempre me ha parecido una mujer adelantada a su tiempo; distinta al resto de las madres. A veces era cuestionada porque sus hijas gozaban de una libertad para el divertimento que otras familias con más raigambre católica nos tenían vedada. Sus hijas no se descarriaron, todo lo contrario; hoy son hijas modelo multiplicadas por sus nietos. ¡A cuántos mayores que viven solos como Marcelina, les gustaría recibir la atención, visitas frecuentes y mimos de los que disfruta ésta por parte de su progenie!.

Cesárea (80). Ella y su marido, casi de recién casados y con una niña en pañales, tuvieron que marchar del pueblo en busca de una vida más promisoria. Eran unos años en los que la alternativa se limitaba a irse o quedarse. En muy poco espacio de tiempo compaginaron el paso lento que conlleva dejar atrás la tierra que te labra, con el trote de la incertidumbre y el galope de la esperanza de un futuro mejor. A pesar de las dificultades iniciales, ¡lo consiguieron!. Parte de ese éxito reside en tener, desde hace varios años, una casa propia en su pueblo que les permite venir cuando quieren. Hoy Cesárea puede presumir de que sus dos hijas y tres nietos formen parte, de manera plena, de una sociedad en la que ella una vez se sintió extranjera.

Josefina (79). Esta historia me conmueve de manera especial. Cuando se casó dejó la casa de sus padres en Dobres y se vino a vivir a la de sus suegros en Cucayo. Como buena neófita se esmeraba en cumplir con sus labores. A los pocos meses de vivir en Cucayo, allá por el tardío, preparó la comida como cada día, con la diferencia de que esa mañana tenía que llevársela a su marido y suegros hasta el invernal de Ranes donde estaban retejando. Al llegar, su suegro le dijo lacónicamente: “¡Ay, Lores, Lores!”. Josefina se sintió compungida ante la observación del tío Hilario, hasta que su marido intercedió por ella replicando: “Padre, menos Lores, que la más de todas siempre fue madre”. Había puesto los fréjoles a cocer por la mañana y añadió las patatas como hacía siempre: cuando vino el sol. Sólo que el sol a Cucayo llegaba bastante más tarde que a Dobres. En la actualidad, Josefina disfruta de dos hijos y cuatro nietos maravillosos que no me extraña se infle con ellos como un pavo real.

Este verano, en las tardes calurosas y evitando la afluencia de los turistas por la zona de la carretera, les ha dado por juntarse a la sombra del portal de la casa de Josefa. Al pasar por allí y verlas a todas afanosas haciendo manojos de té, se me antoja una estampa enternecedora que me gustaría inmortalizar. Les pido permiso para sacarles una foto y si me dejan publicarla. Cada una contesta a su manera, pero todas me vienen a decir que les da igual lo que haga con ella. Después de parlar un ratín con ellas les digo en tono provocador ─porque ya me sé la respuesta─: “¡Jo, cómo me gustaría poneros a todas a trabajar!” y la portavoz, sin necesidad de que las demás asientan, me contesta de inmediato: “trabaja, trabaja tú, que nosotras ya trabajamos bastante”.

¡Cuántas historias contadas, cuantas no contadas y cuántas por contar!.

Notas:

Durante la recogida de la hierba y en las praderías que estaban lejos del pueblo, era costumbre que una de las mujeres de la casa preparara la comida para luego llevarla al prado en burro o caminando. Dependiendo de la lejanía, salían a una hora u otra. Lo importante era llegar sobre la una del mediodía.

Lores es un apócope de Dolores. La tía Dolores tenía fama de llegar siempre la última con la comida.

Por cortesía, cuando uno se dirigía a una persona mayor, el nombre iba siempre precedido de tío o tía, aunque la relación de parentesco no fuera tal.

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