LA DURACIÓN DE UN INSTANTE

Despierto, abro los ojos. Mi primer pensamiento es el incesante anuncio de nevadas, anoche cuando me acosté, nevaba. Por la inusitada claridad y el silencio sepulcral, intuyo que ha caído un buen manto. Me levanto y me acerco a mirar por la ventana con la misma emoción de un día de Reyes años atrás. Me asomo con cautela, como si la nieve acumulada dependiera de mi vista. “—¡Bah, no es para tanto, no llega a una cuarta!”.

Son casi las 9, me visto y salgo a la calle. Me quedo clavada en la puerta seducida por la imagen que se abre ante mí. Está todo cubierto de un blanco inmaculado, sólo algunos elementos verticales (paredes, peñas, troncos de árboles) rompen la pureza. “—¿Cómo sería verlo a vuelo bajo?”.

El polvo níveo adopta las formas donde se ha posado con una suavidad enternecedora, como si hubiera un pacto mudo de no agresión entre el cielo y la tierra. No hay sonidos, hasta las aguas bravas del Ríofrío están calladas. No hay movimiento, excepto las volutas de humo que asoman por un par de chimeneas. No hay pueblo, ni personas, ni animales; incluso los pájaros han enmudecido.

La quietud es extática (si fuera en negro sería inquietante). El cuerpo mañanero es cálido, solo advierto el frío en la piel descubierta. Aspiro profundamente intentando llenarme, noto un cañón helado subiendo por mis fosas nasales, los pulmones se hinchan expectantes, sin embargo, no se produce ninguna fusión. “—¿Qué esperabas?”

Me encamino hacia la Posada. Ni siquiera verdea Bárago. Alzo la vista al cielo, el azul es profundo, invariable, ausente de nubes. Dependiendo de donde mire, solo se aprecia una paleta de dos colores. Me recuerda a Kandisky, ah no… ese otro, el francés, Klein, Yves Klein.

Una mancha iridiscente se desliza por la peña del túnel; el sol que anuncia marzo se ha vuelto madrugador. Empiezo a sacar fotos con el móvil pero en cada disparo, además de temer que se pueda romper el hechizo, pienso “¡qué tontería, ni el mejor objetivo del mundo podría captar esto!” así que lo vuelvo a guardar.

Rodeo la casa observando las formas voluptuosas que cubre todo. Las cuerdas del tendal han engordado tanto que se me antoja una hamaca ibicenca. Los cables parecen un entretejido de armiño sobre los tejados. Los árboles, antes con las ramas desnudas, tienen el aspecto de copos de nieve gigantes dibujados por un lápiz juguetón. El cercado del prado de arriba es una sucesión geométrica de cuadros perfectos. Del enebro, acebos y tejos cuelgan figuras que me recuerdan las gárgolas, no, mejor fantasmas traviesos jugando al escondite (las gárgolas siempre tienen algo de siniestro). Las mesas y las sillas del jardín parecen cubiertas por sábanas en un desván a cielo abierto.

­¿Por qué aguzo los sentidos como si viera la nieve por primera vez?, es como si fuera un espejismo que en cualquier momento va a desaparecer. ¡Eso es!, ¡el sol!. Estoy tan absorta que me olvidé de él. ¿Por qué tiene esa manía de correr?. Avanza dionisiaco y contrariamente me dan ganas de gritarle: ¡espera! ¡todavía no!. ¡Qué frágil y delimitada es la línea entre la vida y la muerte!. Lo que hasta ahora era un blanco lechoso se torna gris plomo. El paisaje se vuelve sombrío y pierde intensidad ante la luz cegadora que va ganando terreno. Desplazo la mirada a este nuevo escenario.

Se inicia una danza tímida, primero se sacuden los alambres y las superficies más vulnerables. El ritmo se acelera, los árboles se desperezan y arrojan haces de polvo luminoso. En unos minutos, el espectáculo llega a su punto álgido, me sugiere un festín de boda que termina en bacanal: vuelan velos, bombines, medias, flores, confetis… Mientras, la tierra lo acoge todo sin rechistar, como un gran lecho maternal.

Las gallinas buscan avezadas donde picotear. Oigo el ruido de un Land Rover que se acerca. Los terneros están brincando por la era y vuelvo a escuchar el trino de los pájaros. Ya están todas las chimeneas de Cucayo encendidas. Es hora de preparar el desayuno para los huéspedes.

Despierto, abro los ojos. Mi primer pensamiento es el incesante anuncio de nevadas, anoche cuando me acosté, nevaba. Por la inusitada claridad y el silencio sepulcral, intuyo que ha caído un buen manto. Me levanto y me acerco a mirar por la ventana con la misma emoción de un día de Reyes años atrás. Me asomo con cautela, como si la nieve acumulada dependiera de mi vista. “—¡Bah, no es para tanto, no llega a una cuarta!”.

Son casi las 9, me visto y salgo a la calle. Me quedo clavada en la puerta seducida por la imagen que se abre ante mí. Está todo cubierto de un blanco inmaculado, sólo algunos elementos verticales (paredes, peñas, troncos de árboles) rompen la pureza. “—¿Cómo sería verlo a vuelo bajo?”.

El polvo níveo adopta las formas donde se ha posado con una suavidad enternecedora, como si hubiera un pacto mudo de no agresión entre el cielo y la tierra. No hay sonidos, hasta las aguas bravas del Ríofrío están calladas. No hay movimiento, excepto las volutas de humo que asoman por un par de chimeneas. No hay pueblo, ni personas, ni animales; incluso los pájaros han enmudecido.

La quietud es extática (si fuera en negro sería inquietante). El cuerpo mañanero es cálido, solo advierto el frío en la piel descubierta. Aspiro profundamente intentando llenarme, noto un cañón helado subiendo por mis fosas nasales, los pulmones se hinchan expectantes, sin embargo, no se produce ninguna fusión. “—¿Qué esperabas?”

Me encamino hacia la Posada. Ni siquiera verdea Bárago. Alzo la vista al cielo, el azul es profundo, invariable, ausente de nubes. Dependiendo de donde mire, solo se aprecia una paleta de dos colores. Me recuerda a Kandisky, ah no… ese otro, el francés, Klein, Yves Klein.

Una mancha iridiscente se desliza por la peña del túnel; el sol que anuncia marzo se ha vuelto madrugador. Empiezo a sacar fotos con el móvil pero en cada disparo, además de temer que se pueda romper el hechizo, pienso “¡qué tontería, ni el mejor objetivo del mundo podría captar esto!” así que lo vuelvo a guardar.

Rodeo la casa observando las formas voluptuosas que cubre todo. Las cuerdas del tendal han engordado tanto que se me antoja una hamaca ibicenca. Los cables parecen un entretejido de armiño sobre los tejados. Los árboles, antes con las ramas desnudas, tienen el aspecto de copos de nieve gigantes dibujados por un lápiz juguetón. El cercado del prado de arriba es una sucesión geométrica de cuadros perfectos. Del enebro, acebos y tejos cuelgan figuras que me recuerdan las gárgolas, no, mejor fantasmas traviesos jugando al escondite (las gárgolas siempre tienen algo de siniestro). Las mesas y las sillas del jardín parecen cubiertas por sábanas en un desván a cielo abierto.

­¿Por qué aguzo los sentidos como si viera la nieve por primera vez?, es como si fuera un espejismo que en cualquier momento va a desaparecer. ¡Eso es!, ¡el sol!. Estoy tan absorta que me olvidé de él. ¿Por qué tiene esa manía de correr?. Avanza dionisiaco y contrariamente me dan ganas de gritarle: ¡espera! ¡todavía no!. ¡Qué frágil y delimitada es la línea entre la vida y la muerte!. Lo que hasta ahora era un blanco lechoso se torna gris plomo. El paisaje se vuelve sombrío y pierde intensidad ante la luz cegadora que va ganando terreno. Desplazo la mirada a este nuevo escenario.

Se inicia una danza tímida, primero se sacuden los alambres y las superficies más vulnerables. El ritmo se acelera, los árboles se desperezan y arrojan haces de polvo luminoso. En unos minutos, el espectáculo llega a su punto álgido, me sugiere un festín de boda que termina en bacanal: vuelan velos, bombines, medias, flores, confetis… Mientras, la tierra lo acoge todo sin rechistar, como un gran lecho maternal.

Las gallinas buscan avezadas donde picotear. Oigo el ruido de un Land Rover que se acerca. Los terneros están brincando por la era y vuelvo a escuchar el trino de los pájaros. Ya están todas las chimeneas de Cucayo encendidas. Es hora de preparar el desayuno para los huéspedes.

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