RECETA DE PISTO CON ALMA

Uno de mis platos preferidos del verano es el pisto. Me gusta prepararlo y también comerlo. Hacerlo no tiene ninguna dificultad pero sí que es laborioso; requiere de paciencia y concentración. A mí me estimula porque cuando digo que voy a hacer pisto, significa que voy a estar dos horas encerrada en la cocina y no voy a tener interferencias de ningún tipo (llamadas de teléfono, atender el bar, recibir reservas…) y eso, en plena temporada alta, es un lujo.

Lo hago siguiendo la receta de mi hermana Belén, que es la mejor cocinera de toda la familia. Antes de ponerme a ello, hago acopio de todos los ingredientes y los utensilios necesarios. Me gusta la cazuela grande de acero inoxidable que tiene un fondo ancho y escojo el cuchillo cebollero más grande de la colección. El tamaño es inversamente proporcional a la seguridad que me proporciona: cuanto más grande mejor. Procedo a afilarlo y me doy cuenta de lo torpe que soy en tal cometido. Nada que ver con esos afiladores que a cámara rápida cruzan cheira y cuchillo. Mis movimientos parecen articulados.

Otra cuestión es cuando procedo con los cortes. Ahí sí que parezco una profesional. Sobre una tabla blanca de polietileno van desfilando todas las hortalizas. Empiezo con la cebolla. Primero le doy un corte a la cabeza y otro al culo de forma que quede plana por ambos lados y pueda manejarla mejor. La verdad es que nunca sé cual es uno y otro. Supongo que la cabeza es lo que está conectado con la tierra o el aire y el culo con el tallo. O igual ya me he liado porque sé que es algo muy básico pero no se discernirlo y me pasa con el resto de hortalizas: pimientos, calabacines, tomates… pero bueno, es como lo de la EGB y la ESO, por mucho que me lo expliquen no consigo retenerlo. Tengo cierta incapacidad para procesar cosas aparentemente simples, así que llega un momento que aparco el asunto. Ana se china y me dice que no es porque no lo entienda, es porque cuando algo no me interesa, directamente paso de ello… Igual tiene razón pero no voy a pensar en eso ahora.

Pongo la cazuela al fuego lento con un chorro grande de aceite de oliva. Empiezo troceando la cebolla con cortes longitudinales y después trasversales a modo de cuadraditos. No llevo más de media cebolla cuando me empiezan a escocer los ojos. Me pasa siempre lo mismo; debería haberme puesto antes las lentillas, pero ahora ya es tarde porque por mucho que me lave las manos (pasa igual que con los ajos y las guindillas), las yemas de los dedos se quedan impregnadas de esencias sulfurosas hasta pasadas unas horas. Así que ahora si me pongo las lentillas, sería como ponerme una capa de cebolla en los ojos ¡ya me pasó alguna vez y la sensación es espantosa!. Es igual que cuando voy al huerto sin guantes, te lavas y te lavas, pero las cutículas de las uñas segregan tierra durante varios días. No pasa nada, aguanto y sigo cortando hasta con los ojos cerrados. Salgo un momento a tomar el aire y reanudo. Me siguen quemando los ojos pero llegado un punto me pongo terca. Sí, ya sé que es del género tonto desafiar a una cebolla pero no me quedo ahí, la curiosidad me lleva a pensar en las leyes fundamentales de la estupidez humana de Carlo M. Cipolla y como no consigo clasificarla, yo sola concluyo que un hecho estúpido no te convierte en una persona estúpida, más si interactúas con una cebolla y no con una persona.

Voy echando la cebolla a la olla y a la par que añado, aprovecho para remover y que no se pegue. Troceo cuatro o cinco. Es la base para decidir la cantidad equivalente del resto de ingredientes que termino calculando a ojo. Lo único que tengo claro es que tengo que hacer sbastante cantidad para poder ofrecer esta noche; la Posada está llena. Sigo con los calabacines. Es fantástico pelarlos con una cosa super sencilla que tenemos para ello: un pelador que alguien habrá patentado porque es la caña. En cuatro ris ras tengo los calabacines limpios. Este artilugio me flipa más que cualquier robot de cocina ─que hacen muchas cosas─, pero no están programados para cortar las hortalizas en cuadraditos. De nuevo corto culo y cabeza. Como son grandes, los secciono en cuatro trozos y después los pino. Los hago laminas del mismo grosor y después las tumbo en dos montones para hacer las tiras longitudinales y clac, clac, clac, a lo ancho. Es un proceso más delicado, pero me recuerda los troncos de haya que también se ponen así para cortarlos, en tajos antes de henderlos con la pina y la maza. El cuchillo va genial con las hortalizas duras. Tengo que descansar porque hago garra para sujetar las tiras agrupadas y parece un esfuerzo simple pero se me engarrota la mano. En realidad el calabacín me parece una hortaliza de lo más anodina ─lo que equivale a confesar que soy una impostora porque a algunos de casa que lo rechazan, les intento convencer de lo beneficioso y sabroso que es─y es que es muy recurrente en la cocina. Digamos que el cucurbita pepo es como un secundario imprescindible en una buena trama de cualquier novela.

Llega el momento de los pimientos: misma cantidad de rojo que de verde. Me es indiferente el orden pero me encanta cuando lo voy volcando y el contenido se tiñe de rojo y verde. Este combinado de colores me traslada a Marruecos, exactamente a Ouarzazate, donde me enamoré por horas de un bereber de ojos azules ¡era más guapo! al que sólo deposité en sus labios un beso suave y sinuoso como las dunas de arena de Merzouga… Otro momento que me hechiza es cuando abro en canal los pimientos y al darles un golpecito, caen casi todas las pepitas en cascada. Cuando era pequeña, el día de la lotería de Navidad, me quedaba mirando fijamente la pantalla, creía que si me concentraba mucho conseguiría que el bombo se abriera de golpe y todas las bolas se desparramarían por la sala; los asistentes empezarían a correr poseídos tras de ellas como si fueran canicas y sólo por cogerlas se harían millonarios… Lo primero les quito el moño interno y las telas blancas que parecen jirones de un camisón viejo. Después los corto en tiras y a vueltas con el clac, clac, clac. Siempre me ha flipado que la pinza de precisión sea una de las diferencias más grandes de la evolución de los humanos con respecto al resto de homínidos ¡es fascinante! y pensar que damos algo tan por hecho… A los expertos en robótica les es mucho más difícil desarrollar las capacidades anatómicas de los humanos que las cognitivas. Por eso está mucho más evolucionada la inteligencia artificial que las destrezas físicas. ¡Qué cosas!.

Ya estoy sumergida en una especie de ritual atávico que me conecta muy pa dentro. Esto no puedo decirlo en voz alta sin levantar sospechas, ¡cómo se puede elevar a la categoría de ceremonia algo tan prosaico como hacer un pisto!. Pero a mí me pasa ¡ea!; creo que es por el contacto manual con los frutos que previamente cultivé, la tierra…; el sonido seco y cadencioso de los cortes: clac, clac, clac; la concentración que requiere manejar un cuchillo con corte muy afilado; el ir añadiendo ingredientes en pequeñas porciones ─cada vez que vuelco un montoncito siento el mismo regocijo que debe sentir Berto cuando bascula un motocultor lleno de alpacas en el pajar─;la explosión de colores; el olor humeante que va desprendiendo… Todo esto acompañado de la sinfonía nº 3 de Górecki que alguien me descubrió hace pocos meses. Cualquier pieza musical que me gusta de nuevas, antes de integrarla en mi imaginario musical, la escucho una y otra vez de forma compulsiva… ¿esto le pasará a los otros o será una de mis obsesiones?.

Hay una escena sublime de una película, La Caja China de Wayne Wang, que recoge esta antigua leyenda china: “Dicen que si sangras porque tienes el corazón roto, debes coger un trozo de jade y ponértelo sobre el pecho: tu sangre penetrará en la piedra y la piedra en tu sangre. Entonces tu sangre se convertirá en piedra, y dejarás de sangrar”. Me pasa cada vez que tengo que cortar un tomate blando: me pongo melancólica y es que el cuchillo no está hecho para cortar cosas blandas. Ya no hay clac, clac. Por un momento todo enmudece: no hay sonido, no hay pensamientos. Solo una pulpa roja, unas lágrimas blancas y un líquido rojo sobre una tabla blanca. De repente me viene a la cabeza mi último quiebru sentimental (me suena mejor en lebaniegu), se me contrae la boca del estomago, salivo hacia dentro y dejo subir un torrente de emociones que me agua los ojos. Nada que ver con el momento cebolla. Esto son lágrimas de las de verdad, las que se generan en la bóveda del estómago, donde tengo localizado el alma. Sé que está ahí y no en otro sitio, entre otras cosas, porque a veces se me forma una curvita tensa y prominente justo ahí arriba. Tomo conciencia de que dos gotas saladas caen sobre el tomate esparcido. Me alejo de la encimera y me sueno la nariz. Tampoco es cuestión de que también se me caiga la moclita (las lagrimas que caen de la nariz) encima. Con tanto fluir se me agolpan los pensamientos, paso del llanto a la risa en segundos: “¡Vaya, ahora tendré que ponerle un poco menos de sal!. Bueno, a falta de jade siempre me quedará un cacho de tomate. ¡A ver chatita, recomponte que tampoco es Jeremy Irons…!”. Por ahí van mis pensamientos.

Si habéis llegado hasta aquí querréis saber la receta hasta el final. Añado sal, azúcar y un refrito de ajos con un poco de pimentón picante y lo dejo cocer veinte minutos más todo junto.

Un plato de pisto se tarda en comer una media de 5 minutos. A mí me ha llevado hacerlo dos horas. No me pasa con otros guisos igualmente laboriosos, pero cuando se trata de pisto, me produce mucha frustración que se lo ventilen tan rápido. Así que para terminar el proceso de forma satisfactoria, cuando lo ofrezco a los comensales, a aquellos que lo eligen, les alecciono con cierta solemnidad y haciéndome la interesante: “En este pisto va medio alma mía, así que por favor comedlo despacio, saboreadlo, intentad identificar los cortes, las texturas, los sabores…. disfrutadlo”.

Nota: empecé a hilvanar este relato a principios de agosto pero hasta ahora no he tenido tiempo de ponerme con él. Me he apresurado a terminarlo estos días para poder publicarlo antes del cambio de estación. Sólo hago pisto en verano.

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