Poneros en situación. Una tarde anodina de principios de otoño. Ana, Berto y mi madre se han ido a sacar patatas. Estoy sola y aprovecho para hacer algunas cosillas en recepción. Puede llegar cualquiera, pero lo más probable es que sean Onofre o Lipe a tomar un vino.
De repente se abre la puerta y entran dos asiáticos (hombre y mujer) se dirigen rápidamente hacia mí:
«_¡Loom, loom!, _me dicen al unísono».
Como no reacciono, me hacen el gesto de dormir.
Ahora ya pillo, pero mi estupefacción se reactiva porque me piden ¡five looms for ten people!. Vuelvo a no entender nada hasta que miro hacia fuera y veo más chinos (ahora ya sé que son chinos) bajándose de un coche y un furgón. Aunque tenemos habitaciones disponibles, hago tiempo para intentar encajar que pintan por aquí diez chinos sin reserva previa. ¡Claro que viene gente sin reserva, sobre todo extranjeros, pero uno o dos, ¡no diez y menos de la China!.

Les enseño las posibles habitaciones y les digo precios. Me dicen que se quedan y que también quieren cenar. La entrada de la posada se convierte en un hervidero de chinos (7 mujeres y 3 hombres). Se van sucediendo con sus respectivas maletas (que portan en vertical, y algunas se elevan por encima de ellos). En cuestión de segundos, hay 20 elementos moviéndose desorientados que, sobre todo para mi tranquilidad, necesito ubicar de inmediato.
Una vez que se acomodan, me bombardean pidiéndome la clave wifi. Aunque queda una hora para la cena (querían cenar antes, pero al estar sola les digo que no puede ser), se empiezan a instalar en el comedor. No tengo las mesas puestas, pero da igual, se van sentando por grupos o solos en las que les parece. Es decir, ocupan todo el espacio.
Me piden agua para sus teteras y cubren las mesas de móviles, tablets, artilugios varios y comida, mucha comida envasada china. Me piden permiso para beber de su vino. Uno de ellos me requiere un abridor y no sabe utilizarlo. Perfora el tapón hasta el fondo con cápsula y todo. Se lo abro y me da “galcias, galcias”. Palabra al cuadrado, que en el transcurso de 15 horas, repetirán tropecientasmil veces.
Me convidan a una copa de su vino (blanco de Rueda) y quieren brindar. El vino está como caldo. Me ofrecen también de su comida y, por supuesto, quiero probarlo. Lo primero, una especie de brotes vegetales macerados que están muy sabrosos. Después cojo de otra bolsita una especie de carne prensada, blanquecina, alargada, gelatinosa y muy picante. Me observan y se ríen (ríen todo el tiempo). Mientras mastico, tropiezo con algo duro y me hacen señas para que lo escupa. Me voy hacia la cocina con un par de trozos más (básicamente para escupir la parte dura) y de repente noto algo puntiagudo en la boca. Saco el trozo de carne, lo visualizo y ¿qué es? ¡Una pata de pollo con uña incluida!.
Vienen los de casa y les cuento el panorama. Ana se parte de risa y me replica que, sí la uña estaba limpia, ¡para qué le doy tanta importancia!. Comentamos un poco que podemos darles de cenar y decidimos hacer una crema de verduras, lomo con patatas, croquetas y algo más. Anteriormente me habían indicado que les gustaría probar comida local (más tarde veréis que les interesaba un pimiento la comida de aquí).
Van cogiendo confianza y ya entran a la cocina a pedirnos las cosas y a coger ellos mismos el agua para el té. En una de estas, el líder -un chico joven, inquieto y muy echao p’alante– (me gustaría ponerle nombre pero no puedo, porque por más que les pregunté, no conseguí quedarme con ninguno) me dice que si nos pueden ayudar, que les gustaría poder cocinar una parte de su cena. Como la comunicación es muy complicada y no sabemos bien que darles y si les gustará, accedemos. Tenemos que aclarar en nuestra cocina normalmente no entran los huéspedes -salvo excepciones- clientes-amigos que han venido en varias ocasiones u otros que, después de varios días con nosotros, les invitamos a cocinarnos platos típicos de sus lugares de origen. Nunca, el primer día.
Así que la situación es, que si antes desfilaban por el comedor, ahora es por la cocina. Van entrando las chicas (los chicos no cocinan, solo en los festivales) y tal, como un ejercito de hormigas, van tomando posiciones. Nos van pidiendo ingredientes y como varias de ellas no hablan inglés, las dirigimos directamente a la nevera para que cojan lo que necesitan. Mayormente patatas, huevos y verduras varias. En unos minutos nos quedamos sin existencias de tomates, puerros, pimientos… La cocina se vuelve una caja de sonidos sincronizados: taca, taca, taca, plás, plás, plás, fsss, fsss, chup, chup, también clic, clic…, porque cada secuencia queda capturada en un móvil.
Ahora mi preocupación es el resto de huéspedes. Me voy al comedor a poner orden. Entre todos los trastos, veo que debajo de una mesa está la cubitera que tenemos siempre en el comedor. Me acerco a quitarla y al mirar en su interior, compruebo que la han utilizado con fines distintos que también terminan en “era”.
De las tres habitaciones restantes, vienen a cenar dos de ellas: una pareja joven de británicos encantadores y super-educados que ya lleva un par de días y otra pareja de Madrid que acaba de aterrizar y todavía está aclimatándose. Les pongo en un extremo e intento hacer de parapeto entre los chinos y ellos, porque los primeros siguen invadiendo todo. Además de la procesión cocina-comedor, son ruidosos, eructan y escupen comida en el plato, etc. Los ingleses sonríen ante mis explicaciones y concluyen con un “it’s a different culture”. A los madrileños me cuesta más explicarles que no es algo habitual en nuestra casa un do-it-yourself en la cocina. Desde luego, que no es el mejor marco que podemos ofrecer, la primera noche que llegan.
Acordamos con ellos (los chinos), que podían prepararse parte de su cena, pero otra se la serviríamos de la nuestra. Una vez que comieron lo suyo, sacamos lo nuestro. A todo decían que estaba muy bueno pero dejaron parte de la comida a medias. Es la primera vez que veo volver croquetas del comedor a la cocina. Puede ser que ya estuvieran a rebosar con su festín de comida, pero también -como me explicaron después- que la cocina española está ok pero es muy simple. Ellos utilizan muchos más ingredientes. Aún así, nos pidieron guardárselo para el día siguiente, junto con un tupper de paella que traían del anterior restaurante (para finalmente ir todo a parar al caldero de los chones).

Quieren saber lo que cuesta la cena y me quieren pagar con un billete de 500 €. De momento prefiero no cogerle y les digo que ya pagan todo mañana.
Estaba tan saturada, que en cuanto pude, salí a airearme un poco al porche. Acto seguido sale a fumar uno de los chinos. Sale rugiendo como una hormigonera, que se para en seco en cuanto lanza un escupitajo a la carretera (a dos metros de mí). Insiste en darme un cigarro y yo ya no quiero probar más cosas chinas.
Van saliendo otros y me dicen que están muy felices porque les hemos permitido preparar su comida. Aprovecho para saber algo más de ellos. Principalmente como han llegado a Cucayo. La mayoría de extranjeros lo hacen por Lonely Planet o Booking. Pero estos no. No sé como narices han llegado hasta aquí (me insistían que con el GPS). El líder, me enseña en el móvil el itinerario de viaje (el resto no sabe cual es su siguiente destino). Obviamente, está todo escrito con caracteres chinos y cada pocas líneas aparece el nombre de una población: San Sebastián, Santillana del Mar, Fuente Dé, CUCAYO, Salamanca, Cáceres, Lisboa, Sevilla… De lo que sí me entero, es que provienen de distintas ciudades (Shangai, Xian, Beijing, Quingdao, Tianjin, etc.) y lo más sorprendente: ¡son amigos de Internet y se han visto por primera vez en este viaje!.

Están tan contentos que también les gustaría hacerse el desayuno porque no toman ni café, ni zumo, ni tostadas. Quieren empezar a las 7.30 h. a prepararlo. Le digo que de acuerdo, pero con la condición de que vengan sólo dos de las chicas y sin hacer ruido. Vemos qué se pueden preparar, porque prácticamente nos han dejado sin existencias, y me piden mucha harina y mucho arroz, junto con alguna otra cosa.
Cuando llego por la mañana pronto (pero más tarde que ellas), se repite el escenario de la noche anterior. Tienen todo controlado con una diligencia cuasi matemática. Se manejan en la cocina como si llevaran toda la vida en ella. A las 8.30 h. se van incorporando el resto. Hicieron hasta pan. En un momento dado, entra Alberto y flipa. Dice que si no nos podemos quedar con una de ellas, que incluso puede casarse con alguna, que las hay bien guapas (sic).

Algunas recogen los cacharros que han utilizado, otras nos lo dejan todo empantanado. Tengo que quitarles un repollo al vuelo, que también querían comérselo, porque lo necesito para el cocido. Mientras ellas preparan todo, los 3 chicos se van tomando un aperitivo en el comedor. De toda la comida que hacen, nos dejan una porción para que probemos nosotros. Mi madre reniega por lo bajo y dice que eso es lavaza pa los chones. No por nada, sino porque tanto las patatas como las verduras están cocinadas casi crudas.

Cuando voy a cobrarles, el líder tan dicharachero se torna sombrío y me pregunta si el desayuno no estaba incluido en el precio de la habitación. A lo que le matizo “sí, nuestro desayuno, no el vuestro”. Y me vuelve a sonreír de oreja a oreja. Mientras, le digo a Berto que si él sabe como identificar un billete de 500 falso y si no, que investigue corriendo en Internet.
Antes de irse nos dan abrazos y el consabido galcias. Les saco la última foto-vídeo y pienso para mis adentros: ¡bye, bye China!. Tengo la sensación de que ha trascurrido una semana entera.
Otro dato curioso. Se van a las 10 de la mañana dejando todas las luces de las habitaciones encendidas.
Desde hace unos días, me acuesto y me levanto con una sola imagen en la cabeza: uña-pata-pollo.